martes, julio 03, 2007
Solitud
El tiempo es caluroso y las abejas tontean. El príncipe está habituado al ocasional dolor del aguijón, pero ellas no han comprendido aún la inminencia de la muerte.
Ambos, príncipe y colmena, esbozan figuras vagas en el patio sin molestarse. El joven soberano ha puesto las manos sobre una pared y la sigue, dibujando, ahora de memoria. Recuerda muy bien cada rostro, y lo reproduce sin grabarlo sobre la piedra.
Donde hayan ido, sabrán que él los llama, y llorarán lágrimas de cal y arena.
El ropaje blanco del príncipe cae hasta sus pies. La canción sin voz del principe permea la tierra.
Debajo, donde las semillas estallan y crecen, los que estaban durmiendo despiertan, y solo entonces el príncipe renuncia, y se regresa a su palacio, donde reza hasta que la mañana llega.
lunes, junio 11, 2007
Adam
I didn’t know where to go to. Behind me, the door was tight shut. Before me, the street was dimly lit and empty. But there was fresh air, and a sense of being the perfect time, and the perfect place to be that night.
My skin was new and cracking with emotion. My eyes were bright, and eager to see beyond my steps. My mouth was getting watery from expectation. Life was enveloping me, and blindfolding me, and it was all I could do to keep me from shouting in joy.
The sea was calling my old name, and I knew when it had been given to me, and why I had lost it.
The syllables dropped themselves on my tongue, and rose in the night sky like a hot bird. The leaves were dying me green.
The world was old, but my hands had not started making it yet. There was no form without me. But as I walked on, my feet drew valleys on the land; my knees sired hills and towers.
I was alive. And the whole world came to me as one.
jueves, junio 07, 2007
Mis condolencias
Salí. Tenía que hacer unos pagos. Tenía que ir a un velorio. Tenía que comer. Ninguna de esas cosas las iba a conseguir quedándome en casa, y tampoco estaba escribiendo nada, así que no valía la pena posponerlas. Desperdicié cuarenta y siete minutos haciendo fila, para un trámite absolutamente ridículo que, me fijaba, bien podía haber hecho el lunes. Pero lo hice. Traté de consolarme pensando que era tiempo ahorrado en la oficina.
Recién cuando el taxi se iba acercando a mi siguiente destino, las salas de velación, caí en cuenta de que no tenía cambio para pagar al taxista, y de que me había puesto una camiseta rosada. Para un velorio. ¿En qué cabeza? Ahora tendría que fingir que no me mortificaba poner al conductor a buscar la manera de cobrar su cuenta de un billete grande (siempre he odiado incomodar a los demás), y encima iba a aparecerme en el velorio de la abuela de una amiga en la ropa de todos los días. No había pensado en eso.
Pensé en Raquel, que va a donde quiere como le da la gana, y nunca se siente mal por eso. Que fue al propio entierro de su padre en jeans y camiseta, lo primero que encontró… Lo importante era estar donde quieres, dice ella, cuando trata de quitarme esas ideas sobre lo que es apropiado y lo que no.
Pagué sin mirar a la cara al chofer, que se demoró en darme el cambio pero no me dijo nada. Busqué la sala correcta, un punto rosado en un mar de negros, blancos y beiges, y entré.
Casi no había nadie. Mi amiga no estaba, y a su familia no la conocía. En realidad somos compañeras de oficina, y nos conocemos relativamente poco. Pero es muy expresiva, siempre quiere saber cosas de ti e invitarte a salir, y como nadie más de la oficina vendría, simplemente pensé… A veces tengo ese tipo de ideas extrañas, de quedarme a arreglar los desperfectos que dejan los otros, como una especie de disculpa individual por el comportamiento colectivo, y me arrepiento cuando me doy cuenta que pude haber zafado, como todos los demás. Así soy.
Me senté al final de la sala, en una de esas bancas que tienen múltiples usos, como arrodillarse, puede ser, y guardar los libros de oraciones. Como en las iglesias. Me quedé un momento con las manos cruzadas, en silencio. No deseaba acercarme a la difunta. Eso es para los familiares. Quería que mi amiga llegara, y me reprochaba por no haberla llamado antes de ir. Ahora no podía hacerlo, empezar una conversación telefónica en ese silencio, no estaba bien.
Cinco, diez, quince. Debía hacer algo. Sacar los audífonos era irrespetuoso. Ponerme a dibujar, hubiese sido demasiado vistoso. ¿Escribir?
Busqué el cuaderno y un lápiz. Y empecé. Y encontré ayuda en las pocas caras silenciosas de la sala, y en la dureza del asiento, y en la agonía de las flores que se estaban muriendo para acompañar a la dama del cajón, y en el piso frío y las paredes sin adornos. De repente ya no los necesité más y me quedé sola, sola, hasta que levanté la mirada del cuaderno, buscando un poco de aire.
Ya no estaba sola. Había mucha más gente, y sus rezos me aterraron, como quien se duerme y se despierta para encontrar que una inmensa colmena ha anidado alrededor de su cama.
Mi amiga estaba de pie, junto al féretro. Me acerqué. Le di mis condolencias. Me fui casi con pesar, con la sensación de que todas aquellas personas me habían quitado algo. Mi espacio.
Cuatro días más. Y no pude volver a escribir una palabra. En todo ese tiempo, una idea se paseaba por enfrente de mí, me sacaba la lengua y volvía a desvanecerse. Debía volver. No iba a encontrar en ninguna parte esa epifanía, esa aura.
No le haría daño a nadie. Me sentaría nada más en las horas en que hay pocas visitas, y mientras tanto le estaría haciendo compañía al difunto. Pero, ¿un muerto desconocido? ¿Y si me descubrían? ¿Y si alguien me preguntaba qué estaba haciendo allí? ¿Qué excusa iba a poner?
Necesitaba volver, esa era la cuestión, y por eso, cuando al siguiente viernes me avisaron por la noche que la tía de alguien había fallecido, sentí que me despegaba unos centímetros del suelo. ¡Hela allí! La oportunidad que había estado esperando, y venía sola, sin necesidad de inventarme nada, una coartada perfecta.
El sábado estuve allí más temprano que la vez anterior. Dieciséis hermosas páginas. Hay quienes tienen esto de escribir fluido como sea y donde sea, y lamentan continuamente la ausencia de un soporte. Yo no. Tengo que entrar en ambiente. Y había encontrado el mío.
Empecé a fijarme en los obituarios. Quizá gente conocida, o parientes de gente conocida, estaba muriéndose en mi misma ciudad, y escapándose de mi recién descubierta afición. Y es cierto que, basta con que una cosa cobre especial significado para ti, para que acabes viéndola en todas partes. Antes, yo hubiera dicho que en mi entorno la gente se moría cada lustro. Ahora, siempre se estaban muriendo los tíos de alguien. Personas a veces sin más importancia en mi vida que un hola ocasional, es cierto. Pero conocidos. Tenía perfecta justificación que pasara a saludarlos, aunque a algunos, es verdad, no los viera: llegaba yo tan temprano.
No me di cuenta de cuánto dependía yo de mi funeral de los sábados hasta el día en que no encontré excusa para salir de mi casa el sábado por la mañana. Tuve que replantearme el escoger un difunto al azar.
Lo intenté.
Fue un desastre. Yo sabía que no conocía a nadie. Sabía que alguien podía acercárseme en cualquier momento a preguntarme quién era yo. Me hacía falta la ligera seguridad de poder decir, soy amiga de fulana, ¿sabrá usted a qué hora llega?, la estoy esperando.
Salí corriendo de las dos salas en que traté. Y comencé a decaer. No podía escribir nada, otra vez, y me había acostumbrado a mi ejercicio de fines de semana, y a ver luego todo en creciente montón, y en pensar a quién podría mostrárselo. Me encontré deseando que se muriera alguien, quien fuera, con tal de que existiera algún esmirriado alambre que lo ligara de una manera u otra a mí. Y de preferencia, que fuera en fin de semana.
Esa semana, cuando nuestro jefe tuvo un ataque cardiaco en plena oficina, creí que era el momento adecuado para asustarme.
Pasé toda la mañana de un jueves, demasiado rodeada de caras familiares, escribiendo a escondidas, interrumpiéndome cada vez que se me acercaba alguien conocido. Entonces entendí que, aunque la inspiración aparecía igual en esos momentos, no me convenía que gente muy cercana o muy popular se muriera. Podrían descubrirme. Me había convertido en una dependiente de casos de defunción selectos. Había encontrado un perfil. No podía perderlo. Y de repente, di con la solución.
Me doy cuenta, en el fondo, en alguna esquina sin luz ni limpieza frecuente, de que algo no está bien en mi forma de operar. Pero todo lo demás es tan importante, que pronto ahoga ese pensamiento. Cómo lograr que mis condiciones se cumplan, es mi objetivo. No muy conocidos, no desconocidos. La conclusión, por extraña que parezca, es simple. Necesito hacer más amigos.
martes, mayo 29, 2007
suicidio masivo
Eso fue aprovechado por un grupo de hormigas suicidas, cuyos cadáveres encontré hoy, flotando en dos dedos de agua.
Irresponsables. Desconsideradas.
No dejaron un adiós para sus deudos.
No dejaron ni un centavo para los gastos de la funeraria.
sábado, mayo 26, 2007
Última estación
Suelo quedarme dormida, así sea en viajes muy cortos, y eso me da vergüenza. Prefiero permanecer de pie, en los buses, y ceder el puesto a ancianas, mujeres con niños, sin niños, hombres mayores, hombres menores, con tal de evitar haciendo dándole la vuelta a la ciudad en sueños. Pero a veces, hay tantos asientos disponibles que es inevitable. Y entonces me pasa, y me siento mortificada mientras trato de recordar a dónde iba y porqué.
Caminé un par de manzanas hasta ubicarme. Había estado tratando de llegar hasta una juguetería, a comprar un regalo para la sobrina de una amiga. Era esa hora en que todavía no está totalmente oscuro, pero definitivamente queda muy poca luz de sol. Es un momento después del ocaso, y todo tiene una luz mortecina, es la peor hora del día para mí, porque usualmente me siento amodorrada y las luces de la calle y los vehículos se empiezan a encender, y no logro divisar gran cosa. Además, es la hora en que los negocios cierran, y no alcanzaría a llegar a tiempo al almacén.
Absolutamente decepcionada de mí misma, empecé a caminar. Me parecía que me tenía bien merecido el regreso a pie.
Así estaba, toda lentitud y pesadumbre, cuando algo me embistió a un costado y pronto entendí qué, a pesar de mi confusión, porque de pronto a mi lado ya no iba mi bolso, sino que alguien tiraba de él, y este de mí, por la correa que siempre llevo cruzada.
De ese modo, tuve que correr obligada unos cuantos metros, hasta que logré asentar las piernas y resistirme. No fue difícil. La persona al otro lado, que sujetaba mis pertenencias, era mucho más ligera que yo. Era un niño. Nos miramos.
¿Un niño?, me pregunté. ¿Por qué?
Nani me dice que sería capaz de pararme en el momento en que me estuvieran asesinando a preguntar cómo así, por qué razonees, y si no podríamos hablarlo con calma. Yo no sé, es solo que, cuando hay una persona al otro lado de la calle, de la línea telefónica, o del cristal, me cuesta dejar de querer saber qué le está pasando por la cabeza.
El niño parpadeó un momento y quiso retomar el impulso. Nuevamente di un par de pasos hasta ganar equilibrio, sujetar la correa y retroceder, de modo que enseguida estuvimos cada uno de un extremo del bolso, que de momento no se rompería, pero sí amenazaba con desparramar su contenido por el suelo.
- ¡Oye! -le grité, asiendo la correa con más fuerza-
- ¿Qué?
Qué. ¡Ahora esperaba que le contestase! ¡Era yo quien esperaba una respuesta! Debió notar mi indignación, debió sorprenderle, porque aflojó el bolso, que rebotó contra mis piernas.
Nos miramos un rato.
- ¿Tu mamá sabe que estás aquí?
Sin respuesta.
- ¿Será que quieres comer algo?
No debí haberlo dicho. Entrecerró los ojos, me dirigió una mirada de verdadero odio, y echó a correr.
Una parte de mí, lo sé, salió disparada detrás de él, para ver dónde iba, qué hacía, qué le pasaba.
Yo, me quedé estática, frotándome las manos adoloridas. Tenía marcas rojas de donde había estado aferrando la correa. Y el cuero del bolso tenía unas marcas circulares, como agujeros en una bola de boliche.
Me senté un poco más allá, afuera de un negocio, y revisé el contenido. Mis documentos. Mis medicamentos. Muchos papeles. Un rollo de cinta que había comprado para envolver el regalo más tarde. Algo de comida, que a esa hora ya no comería.
Todo se había hecho plenamente oscuro, justo como a mí me gustaba, y sin embargo, me sentía como si me hubiera perdido de algo.
- ¿Le han robado? -preguntó alguien. Alguien salido del local, secándose las manos en un trapo, que me miraba con interés meramente pasajero.
- No -contesté.
El alguien se quedó sin preguntas y se volvió al interior iluminado de su local.
Saqué algo de dinero, los papeles importantes, la cinta y las pastillas, y me los guardé en los bolsillos. Miré el bolso, lo dejé en el asiento, y me puse de pie.
Caminé, hasta que todo estuvo claro.
Ciencia a dos manos
De lo contrario, tendrías que volver a realizar el procedimiento para ver en qué hubo error.
A nadie le gusta tener que admitir sus errores. Si alguien inventara una máquina para suprimirlos, sería un gran aporte a la ciencia.
La máquina debe cumplir con las especificaciones del empaque. Por eso, no botes el empaque.
Si lo botas, puede que pieras la garantía, y luego no te andes quejando.
Porque no hay departamento de quejas en el índice previo que te dieron. No te quejes, tampoco lo creas, compruébalo.
Yo, en tu lugar, por poner un ejemplo, no creería nada de lo que he leído hasta ahora.
lunes, marzo 12, 2007
Créditos
Cedeño cantaba, aplaudía y reía con los demás. Bicho inepto. Estaba bronceado, sin duda del sol de las Baleares, del maldito premio que se había ganado después de haberle suplicado que lo ayudara con un par de fotografías que no había tenido tiempo de hacer. "Maldonado me tiene con la soga al cuello, hermano, hazme ese favor. Tú sabes que le quedé mal en ese viaje al Oriente, y que con todo el man me apoyó frente al director. No le puedo volver a hacer eso, y no puedo regresarme hoy a la planta. Te juro que no pasa de esta vez. Ayúdame."
Y él, bien idiota, le había pasado las imágenes del reportaje de las casas demolidas que estaba preparando para el siguiente mes. Imágenes que Cedeño había utilizado para aplacar al jefe de fotografía. Imágenes que el director había dicho que no estaban mal. Y que le habían ganado un premio de la Asociación de Fotógrafos, y el viaje ese, y no se qué reconocimiento de los del Patrimonio Cultural, que hasta las habían utilizado para hacer unas vallas enormes que ahora se le plantaban en cada semáforo y se le reían a la cara, y le decían bien clarito que era un imbécil certificado.
Si esperaba que el sinvergüenza de Cedeño se apareciera a decir mínimo que lo sentía, que gracias, que qué casualidad, era demasiado. Sentadote ahí comiendo torta, haciéndose el loco, recibiendo halagos. Hablando -es que era de lo peor, daban ganas de sacarle los ojos con el tenedor de plástico- de cómo se había encontrado, de repente, con una de esas casas que parecían una calavera a la que le han quitado hasta los dientes, y que le había conmovido tanto.
No había podido dejar de leer cada una de las entrevistas que le habían hecho. Describir una a una las fotografías. Y preguntarse cómo era posible que no se diera cuenta nadie de que estaba mintiendo. Que a Cedeño por mucho que tratara de componerse y estar natural, se le notaba la mentira en la tirantez de los músculos de la cara, porque cada frase inventada la decía en un tono diferente a su tono fresco diario.
Cedeño no iba a confesar nunca, ni aunque le arrancaran las muelas. Y él tampoco. No sabía que era peor, aguantarse ahí toda la rabia cada vez que alguien cantaba loas al impostor, o que se supiera que había sido tan mamerto para entregarle su trabajo a Cedeño, famoso por la viveza y la falta de constancia. No le cabía duda que ahí sí marchaban foto, trabajo y premios, y que ninguno de los dos viviría tanto como para olvidar la desgracia.
¿Valía la pena? Aún mientras se hacía esa pregunta, sabía que le faltaba coraje, que no se atrevería a hacer nada. Que Cedeño se saldría con la suya, y que él tendría que comerse el resentimiento a solas, y toparse todos los días con él y su sonrisa burlona, justo como ahora que... ahora que intercambiaba sonrisas con Magdalena.
Cedeño tenía esposa y tres hijos. Y problemas fresquitos y viejos. Sara. Tatiana. Tania.
Verita el de mensajería estaba pidiendo fotos. No pudo evitar levantar la mano y pedir la cámara, y entre risas invitar a todos a acercarse, más juntos que no entran en cuadro, y Cedeño al lado de Magdalena, y qué mala suerte, hermano, pero tú sabes que esas cosas pasan.
lunes, marzo 05, 2007
Post mortem
Si me decidiera y me muero hoy, o mañana, sería un poco irresponsable no dejar una explicación, mínimo, de porqué pasaron las cosas. Pero creo que ya dejamos en claro que la responsabilidad no es uno de mis fuertes. No. Es más bien que soy curiosa, y me habría gustado encontrar alguna vez una de esas cartas lanzadas al mar en una botella, o un mensaje en código en medio de alguna enciclopedia vieja. No es el ansia de ayudar. Es solo que hubiera sido interesante.
Así que estoy siendo interesante, en este momento. Has encontrado esta carta, y lo gracioso es que quizá no me he muerto, que no sabes quién soy, y que tal vez mañana pases por la misma calle por la que voy todos los días a comprar el periódico, y te parezca que soy la última persona de la que sospecharías que se pone a escribir una nota de muerte. Tal vez ni si quiera adviertas que estoy ahí.
Eso no evita que a partir de hoy, quizá no todos los días pero sí con cierta frecuencia, empezarás a mirar a los otros y a preguntarte si detrás de su imagen de perfecta inocencia, están pensando en no seguir con vida, o quizá vas a fijarte más en la caligrafía de los que tienes cerca. Y así, le he dado a tu hoy, y quizá varios días después en el futuro, algo con qué distraerte.
Ya ves, una nota de muerte no es tan malo como podría pensarse. En especial porque la voy a dejar aquí con la promesa de volver a guardarla luego, y como es seguro que lo olvidaré, la encontrarás tú, en algún momento, y te distraeré de tus actuales pensamientos, y hasta puede que por esa pequeña diversión no tengas que sentirte ni remotamente culpable, porque cabe que ni siquiera esté muerta.
martes, febrero 13, 2007
Tanathos
El estómago de Montero debe ser capaz de digerir las piedras, si es capaz de dejar pasar las cochinas mentiras que se inventa cuando ya no sabe qué más decir.
Si le dijeras, Monterín, las balas no pueden haberle entrado por el pecho, o no estuviera caído de espaldas, te manda a preguntarle a toda esa sarta de mangajos de oficina qué mismo es que les están enseñando en las universidades, y luego se ríe enseñando todas las muelas, en un despliegue de pedantería criolla. Montero sabe que allí en el tanatorio manda él, básicamente porque no encontrarías a nadie dispuesto a reemplazarlo.
Montero es un tipo que, si te lo encontraras por la calle, te parecería vulgar, pero inofensivo. Claro que si cruzaras sin mirar el semáforo, o te pusieras de frente a un conductor agresivo, bien podría ser que en cosa de minutos te lleven ante su presencia, y de repente fuera él mismo el encargado de llenar lo que quedara de ti de incisiones, de remendarte luego, y de llenar el crucigrama de tachones mientras tú te pones frío en alguna de las gavetas de su despacho.
viernes, febrero 02, 2007
Volver al pueblo
A él no le gustaba vivir con sus abuelos.
Sus hermanas se habían quedado con las tías, en la ciudad, y siempre pensó que eso había sido injusto, pero que tampoco tenía muchas opciones, y por eso siempre tenía esa expresión mezcla de resignación e inconformidad. La ciudad para un chico debe ser emocionante, pero en cambio, con las tías, hubiera sido todo más extraño que con su abuela y conmigo. Al menos, nosotros lo dejábamos en paz.
Le habíamos prometido que le construiríamos un departamento en el piso de arriba, para cuando le tocara hacer la universidad, así no tendría que preocuparse por nosotros si llegaba tarde, o si quería simplemente estar solo. Siempre fue un chico considerado, entonces sé que evitaba decirnos que prefería irse a estudiar a algún otro lado que quedarse con nosotros. Pero alguna seguridad había que ofrecerle mientras tanto.
Los jueves, cuando tocábamos en la universidad, le pedía que me acompañara. Le decía que me llevara la guitarra, y nunca protestaba. Jamás le sugerí que aprendiera, pero una vez me preguntó si Jacobo le molestaría darle clases de saxofón.
Esa noche caminábamos de regreso a la casa. En el pueblo las cosas son así. A menos que tengas que salir de él, o que viajes con señoras, o que lleves algún cargamento delicado, vas a cualquier lado a pie. No es por motivos ecológicos, ni por ejercicio. Es simplemente, para poder saludar a la gente y enterarse de algún acontecimiento relevante. Es nuestro equivalente a tener un periódico, porque no tenemos ninguno. Como decía, esa noche Toni me acompañaba de regreso, llevando el estuche de la guitarra, y yo unos rollos de carne para su abuela, cuando vimos avanzar un auto lentamente. No dejamos de avanzar, pero sí fuimos más lento.
El conductor se detuvo al llegar a nuestra altura y bajó el vidrio. Era un hombre desconocido. Nos hizo una pregunta. Quería saber cómo llegar a la casa de los Subía, y si había algún lugar, una hostería o un hotel donde se pudiera quedar. Le dimos las indicaciones distraídamente, porque estábamos fijándonos más en él que en lo que decíamos. Total, solo había dos formas bastante sencillas de llegar a esa casa, y solo un lugar donde alojarse. El hombre nos dio las gracias, y siguió. Nosotros hicimos lo mismo.
Llegamos a la casa y tratamos de no hacer ruido para no despertar a la abuela. Ella no se molesta, pero a nosotros sí nos da pena inquietarla. Tiene el sueño muy ligero. Por eso no fue de extrañar que fuera ella quien, a la madrugada, me llamara, muy asustada.
- Está sonando la sirena.
No tuve que llamar a Toni porque se despertó con las voces que empezaron a llenar la calle, las calles, las casas, todas las casas. Apresurados nos vestimos y bajamos, para encontrar a Fernando Real abajo, con su perro Pascual, que volvía cabizbajo.
- Mataron al joven Subía. Que lo han apuñalado, llegando a su casa, hará ni una hora. Alguien que tenía auto. Se ha ido enseguida. Que no saben quién, que lo están siguiendo. Ojalá no se les vaya a escapar. La madre está mal, se ha desmayado.
Sentí que Toni estaba detrás mío. Sentí que me caía, y me sostuvo. Me di cuenta que era más alto que yo. Que era más fuerte de lo que hubiera pensado. También, que estaba nervioso. Pero en ese momento no me atreví a mirarlo.
Si hubo investigaciones, se hicieron por otro lado. No salí de mi casa ese día. Solo Aurora salió varias veces y estuvo trayendo noticias. No fui al velatorio, pero quizá Toni sí. No pude comprobarlo.
Todo esto me acuerdo, porque aconteció antes de que Aurora y yo nos viniéramos acá, para que yo pudiera dar clases, y Toni se quedara solo en la casa del pueblo, para estudiar veterinaria y terminar la construcción. Cuando volvamos, para las vacaciones del invierno, iremos a la misa de un año por Gabriel Subía. Toni me ha enviado el parte, pero nada más. Eso significa, supongo, que el caso está muy lejos de quedar resuelto. Pero que es tiempo de regresar. Cuando las cosas están por pasar, cuando un extraño te hace preguntas, y las respondes, hay poco que puedas hacer para evitarlo.
lunes, enero 15, 2007
seis
Vamos a ver si así se me quita la pereza. Que los he visto más pesados.
6 cosas que me gustaría hacer antes de morir:
aprender japonés.
viajar a japón.
conseguir que alguien me diga con criterio y sin compromisos si lo que escribo es digno de ir a imprenta o no.
quedarme escribiendo en mi casa, y que me paguen por ello.
conocer a mis sobrinos (que aún no existen).
trabajar en una biblioteca estupenda.
6 cosas que hago mejor (ay):
quejarme.
distraerme.
quedarme en silencio (no quieta, en silencio).
tipear.
escuchar.
darle oportunidad a todas las versiones posibles antes de llegar a una conclusión.
6 cosas que no sé hacer:
mostrar entusiasmo por premios y felicitaciones.
recibir cumplidos (me da casi tanta vergüenza como si me estuvieran reprendiendo).
conducir.
amarrarme los zapatos (lo admito, hago trampa, invento unos nudos poco ortodoxos o me resigno a andar por ahí con los cordones desatados).
andar en bici.
insultar con 'todas las de ley'.
6 cosas que me encantan:
estar en la playa
no tener tareas pendientes, e inventarme alguna actividad para el día.
comer aceitunas, uvas y queso.
apagar las luces de la casa cuando estoy sola y quedarme en silencio un rato.
ver anime.
leer.
6 cosas que detesto:
hay una planta, que tienen un olor nauseabundo, había una en el colegio y las niñas usaban las hojas para fastidiarse entre sí. creo que se llama ruda, y es la peor sensación en esta vida.
que mi mamá me diga que me veo terrible, y no se dé cuenta de que esa soy yo (no se resigna...)
que mis hermanos menores puedan levantarme en peso, y lo hagan (¡no es justo!)
que no me crean (aka que me llamen mentirosa).
que me subestimen (allá ellos).
la gente que disfruta dominando a otros.
6 cosas que no saben de mí:
no mido 1,50 m. no mido 1,60 m. no hagan apuestas sobre mi estatura, son 1,55 m.
de una vez para que nadie me chantajee, mi mamá y toda su parentela me llaman 'nena', y sí, me mortifica bastante.
estuve un mes en el coro de la universidad, pero me salí porque me daba pereza quedarme hasta las diez de la noche por los ensayos.
cuando salí del colegio tenía pensado seguir teología, pero no me aceptaron en el seminario.
creo en Dios y puede decirse que soy activa en mi iglesia. pero no creo en las estructuras religiosas. así como puedo leer la biblia, puedo leer una sátira religiosa y reírme como cualquier persona. mi Dios tiene sentido del humor.
la primera cosa que escribí, cuando tenía once años, tenía toda la traza de ser un western. la destruí cuando terminé de tipearla, porque me di cuenta que era horrible.
lunes, enero 08, 2007
A metaphore
Maybe that's why some friends of mine prefere not to wrap my presents. At least, that's what I think. They come to me openly, and give me what they want to give, and they won't waste time saying things like, how did you like it? Sometimes they'll say, what did you like most about it? What did it make you think? Lend it to me ASAP! Sometimes they'll just wait for me to talk. Sometimes, I won't need to say a word.
I have a vivid memory of all the people that has come to me unwrapped (we are being metaphorical, just so you remember). No presentation cards, no social backgrounds, not feigned enthusiasm. People who hung around freely, for who I was.
Once upon a time, I was busy thinking what would be the perfect package to hide my true self on. And then I got bored, and sticked to being just me. And even though I could see all the flaws and dark spots and blurred zones on my skin, it was fine with me.
It's appealing, the life as a non-wrapped present. I'm not saying the paper-ripping part must be fun for you, by the way. What I'm saying is: get off the damn paper and kick it out. Enjoy yourself. Get a good tan. And laugh at life in the face.
Leyenda urbana
No había patio en la casa de Selene. La casa de Selene era un baño, una cocina, y una habitación que servía de dormitorio, y de comedor, y de sala. Cosas que no había previsto cuando le prometió a su tía que ya estaba lista para empezar por su cuenta en una ciudad que no era la suya. Luego, resultó que en la casa de Selene tampoco hubo platos, ni cubiertos, y hubo que comprar comida para llevar durante un buen tiempo.
Cosas que su tía tampoco le dijo.
Y ahora, la mesa multiusos, en la que apenas entraba el tablero de dibujo con mucha buena voluntad, estaba ocupada en su mayor parte por un plácido vegetal, ignorante por completo de su próximo destino. El basurero.
Selene volvió a toda prisa de la facultad, pretextando que ya quería irse a dormir, esperando que todo mundo se fuera rápido, para bajar de inmediato y dejar el zapallo en el contenedor de basura sin que nadie se diera cuenta. Le horrorizaba la idea de que cayera alguno de sus compañeros de la universidad y encontrara eso ahí, y empezaran a hacer preguntas.
El asunto había empezado de forma bastante inocente. Primero habían sido flores. A nadie le molestan demasiado, las flores. Además, si no te gustan mucho, unos cuantos días y ya están marchitas y sin ningún remordimiento puedes deshacerte de ellas. Pero ¿qué hacer cuando a tu puerta aparece una canasta de mandarinas? ¿Un cestito con mangos? ¿Una fundita de grosellas?
Si uno es uno conejo, una tortuga, o un bicho de esos que no tiene mayores contemplaciones sociales o sentimentales, acepta el regalo de buen grado. Pero si uno resulta ser una preuniversitaria recién llegada de provincia de la cual se resulta enamorando el jardinero del edificio para estudiantes donde vive, es mejor evitarse el cuestionamiento público. A grandes males, grandes remedios. Adiós, zapallo.
En su casa, a la tía se le hubiesen hinchado las venas de la frente de solo pensar en el despercidio de comida. Hay gente, Selene, que aunque tú no lo creas ni lo hayas visto nunca, no tiene qué comer. Y hay gente, querida tía, que no dejaría que olvidara esto nunca jamás.
No es nada personal, señor zapallo. Es solo que, la vida está hecha de eso. De sacrificios. Pude compartir las grosellas, y las mandarinas y los mangos con la gente. Decir que los enviaba mi tía y eso fue fácil. Es curioso, pero ellos no saben cuando estoy mintiendo, y eso no me hace sentir muy bien. Ahora, ¿qué digo? ¿Qué tía le manda un zapallo de regalo a su sobrina, cuando esta no tiene ni un horno para hacer pasteles en su casa?
Mejor esperar a que no hubiera nadie. Selene se durmió un par de horas, y al despertar, silencio. Era tiempo.
Caminó con el zapallo envuelto en papel de periódicos a través del estacionamiento, levantó la tapa del contenedor y dejó caer su regalo. Ni un alma -consciente, al menos- a la vista en el campus. Por la mañana, todo estaría en orden. El eficiente equipo de mantenimiento llegaría a separar los despojos de la fiesta.
Despojos plásticos, que Selene apartó de una patada.
Despojos de vidrio, que cuidadosamente evitó.
Despojos humanos, que no vio a tiempo, con los que tropezó, y sobre los que dejó caer -¡poc!- su cargamento. Alguien se quejó, Selene gritó, se levantó, volvió a caer, y sacando de tripas corazón corrió sin ningún miramiento a la hora ni al caído, de vuelta a la seguridad de su minihogar.