Todo el gusto que había sentido al salir al comedor y encontrar la fiesta de cumpleaños sorpresa, se le escurrió al piso. De repente le supieron mal las cerezas. El director estaba a su lado, y por eso hizo un esfuerzo por quedarse, pero no pudo evitar que al dar el discurso de agradecimiento se le atragantaran las palabras. Le estaban escociendo los ojos, y sabía que esa noche se venía inevitable un tremendo dolor de cabeza por estar conteniendo las lágrimas.
Cedeño cantaba, aplaudía y reía con los demás. Bicho inepto. Estaba bronceado, sin duda del sol de las Baleares, del maldito premio que se había ganado después de haberle suplicado que lo ayudara con un par de fotografías que no había tenido tiempo de hacer. "Maldonado me tiene con la soga al cuello, hermano, hazme ese favor. Tú sabes que le quedé mal en ese viaje al Oriente, y que con todo el man me apoyó frente al director. No le puedo volver a hacer eso, y no puedo regresarme hoy a la planta. Te juro que no pasa de esta vez. Ayúdame."
Y él, bien idiota, le había pasado las imágenes del reportaje de las casas demolidas que estaba preparando para el siguiente mes. Imágenes que Cedeño había utilizado para aplacar al jefe de fotografía. Imágenes que el director había dicho que no estaban mal. Y que le habían ganado un premio de la Asociación de Fotógrafos, y el viaje ese, y no se qué reconocimiento de los del Patrimonio Cultural, que hasta las habían utilizado para hacer unas vallas enormes que ahora se le plantaban en cada semáforo y se le reían a la cara, y le decían bien clarito que era un imbécil certificado.
Si esperaba que el sinvergüenza de Cedeño se apareciera a decir mínimo que lo sentía, que gracias, que qué casualidad, era demasiado. Sentadote ahí comiendo torta, haciéndose el loco, recibiendo halagos. Hablando -es que era de lo peor, daban ganas de sacarle los ojos con el tenedor de plástico- de cómo se había encontrado, de repente, con una de esas casas que parecían una calavera a la que le han quitado hasta los dientes, y que le había conmovido tanto.
No había podido dejar de leer cada una de las entrevistas que le habían hecho. Describir una a una las fotografías. Y preguntarse cómo era posible que no se diera cuenta nadie de que estaba mintiendo. Que a Cedeño por mucho que tratara de componerse y estar natural, se le notaba la mentira en la tirantez de los músculos de la cara, porque cada frase inventada la decía en un tono diferente a su tono fresco diario.
Cedeño no iba a confesar nunca, ni aunque le arrancaran las muelas. Y él tampoco. No sabía que era peor, aguantarse ahí toda la rabia cada vez que alguien cantaba loas al impostor, o que se supiera que había sido tan mamerto para entregarle su trabajo a Cedeño, famoso por la viveza y la falta de constancia. No le cabía duda que ahí sí marchaban foto, trabajo y premios, y que ninguno de los dos viviría tanto como para olvidar la desgracia.
¿Valía la pena? Aún mientras se hacía esa pregunta, sabía que le faltaba coraje, que no se atrevería a hacer nada. Que Cedeño se saldría con la suya, y que él tendría que comerse el resentimiento a solas, y toparse todos los días con él y su sonrisa burlona, justo como ahora que... ahora que intercambiaba sonrisas con Magdalena.
Cedeño tenía esposa y tres hijos. Y problemas fresquitos y viejos. Sara. Tatiana. Tania.
Verita el de mensajería estaba pidiendo fotos. No pudo evitar levantar la mano y pedir la cámara, y entre risas invitar a todos a acercarse, más juntos que no entran en cuadro, y Cedeño al lado de Magdalena, y qué mala suerte, hermano, pero tú sabes que esas cosas pasan.
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lunes, marzo 12, 2007
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