El escándalo que armaron los del barrio no sirvió, porque igual cerraron la calle para hacerla peatonal. Adoquinaron la entrada. Pusieron grandes macetas de barro en las que hubieran cabido cómodamente dos o tres personas. No sembraron nada. El barrio tenía suficientes árboles y arbustos. Los maceteros fueron para despistar. Pero no despistaron a nadie.
Se esperaba que los del 303, que tenían tres autos y un pariente importante en la municipalidad, se quejaran. Ahora debían dar todo un rodeo para llegar hasta su garaje. En cambio, aunque pusieron mala cara, no dijeron ni media palabra. Dejaron el escenario a cargo de las señoras de los negocios, la tienda de ropa de niños y vestidos de novia, la pastelería, el salón de belleza, que juraron que la nueva disposición las perjudicaba, y pegaron pancartas en las vitrinas de sus pequeños locales.
Sin embargo, la modificación procedió porque la municipalidad tuvo el apoyo de al menos uno de los vecinos. Las hermanas del colegio de niñas, que ocupaba media manzana, dijeron que estaba muy bien, que eso era zona escolar y así estarían las estudiantes más seguras, y firmaron el documento que les fue presentado, con lo que hubo argumento suficiente.
Las hermanas, que habían sido un referente en el barrio, se convirtieron de este modo en el enemigo. El resentimiento fue grande.
La costurera se negó a hacer más trajes de escolares. La pastelería se negó a seguir proveyendo a las hermanas. Ni el salón de belleza ni los vestidos de novia pudieron hacer amenazas, así que pronto desistieron a la causa. Por supuesto, los uniformes se hicieron en otro lado, y las compras de panes y pasteles también; pero desde ese momento, la línea blanca que señalaba la división entre los dos carriles -y que en una peatonal resultaba prácticamente inútil-, se convirtió en la muralla del barrio. Ni las monjas ni las estudiantes pudieron cruzar sin sentir hostilidad.
Lo curioso es que nadie lo dijo. Nunca salió en ninguna conversación. No hubo declaraciones de guerra, simplemente los unos asumieron que los otros tomarían alguna represalia. Y así fue. Entre la gente que se conoce mucho a fuerza de costumbre, suele suceder que asumen que los demás harán tal o cual cosa, y aunque esto parezca tener un buen margen de error, en realidad no se está poniendo en juego casi nada, porque a su vez el otro sabe lo que se estará esperando de él, y por orgullo actuará en consecuencia.
Las monjas tampoco compraron nada más en esos negocios, ni lo intentaron siquiera. Las jóvenes percibieron esto, y evitaron en lo sucesivo cruzar la calle. La modista dejó de comprar tela a cuadros amarillos y verdes. La pastelera dejó de preparar el helado que las estudiantes consumían en la tarde.
Cuando el municipio volvió a la carga, siete meses después, para poner un parterre en mitad de la calle y adornarlo con palmeras, nadie dijo nada. Se obtuvo todas las firmas, incluso cuando más ya no eran necesarias, y a pesar de que no es una planta nativa, y por lo tanto no llegaron más que a la mitad de su tamaño natural, y no dieron más que unas cuantas hojas amarillentas, contribuyeron a reforzar una ilusión óptica: cada cual ve su lado de la calle como el único, y detrás de esos árboles puede bien haber un muro, o el fin del mundo, o un espejo, igual da lo mismo porque nadie se acuerda de volver hacia allá la mirada.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario