Se está rajando el vidrio.
No me doy cuenta hasta que es demasiado tarde. Sé que las cosas se gastan, y este pobre vidrio se tenía que rajar alguna vez, lo vengo sabiendo desde que lo pusieron, para que yo pudiera insertar debajo las fotos, las facturas, las tarjetas de presentación y los certificados. No siempre iba a estar inmaculado y orgulloso, la estrella del escritorio, que hasta pena daba apoyar las manos en él.
Lo sabía mientras lo manchaba, mientras le dejaba encima tazas de café y se empañaba, cuando le quitaba el polvo y cuando algún bienintencionado le pegaba calcomanías de pájaros y flores que yo despegué con las uñas. La goma y las formas más extrañas se quedan allí, fantasmas mugrosos de los que no quería deshacerme por la pereza y porque pienso que les gusta mirarme.
Tengo que cambiarlo.
Una de dos, me quedo ya sin vidrio y busco deshacerme de los papeluchos que hay debajo -las fotos de todos modos se están poniendo viejas-, o pido un reemplazo al que mirar con desconfianza hasta que consiga sus propias marcas.
He tratado de levantarlo con las puntas de los dedos, y me he lastimado. No soy tan fuerte. O es que siempre fue tan pesado. No sé, yo no lo levanté cuando llegó. Voy a tener que pedir que me ayuden, y todos sabrán que ya no quiero más mi viejo vidrio maltrecho, y que me importa tan poco que otro lo llevará, no quiero saber dónde, y lo hará pedazos, o lo abandonará para que transparente restos de basura.
Yo sabía que iba a ser así. Por eso no le dejaba nunca fotos debajo, rompía al instante todas las facturas, prohibía las pegatinas y conservaba siempre en las manos mi taza de café.
Se rajó igual. Eso yo ya sabía.
viernes, noviembre 18, 2005
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