miércoles, noviembre 29, 2006

Call center

Todo lo que pido es un minuto, ¡un minuto!, para irme a sentar aunque sea en el parqueadero, y maldecir a todos y cada uno por estar ahí, por hablar, por respirar, por hacerme la vida más complicada. He tratado de contentarlos, he tratado de negociar, he tratado de chantajearlos, de conmoverlos, de comprarlos, de amenazarlos, de ignorarlos... Y estoy harta de sus nombres, de sus requerimientos, de sus llamadas de última hora.

No, en caso de reclamación, ingresamos su solicitud y tiene que esperar a un plazo de cuarenta y ocho horas para que se efectúe el cambio...

No pensé que venir a trabajar en un centro de llamadas consiguiera hacerme perder los estribos a la tercera semana. Ni siquiera de profesora tuve que aguantar tanto. El que dijo que los niños son pruebas de paciencia, no sabe lo que es atención al cliente. No sabe lo que es tener a cargo a una veintena de operadores incompetentes. O un sistema nefasto que se cae cada dos por tres, no sé qué hacer, señora Alicia, no sé qué hacer, y claro que no saben qué hacer, pobres criaturas mal graduadas, ¿qué creía que estaba haciendo el jefe de personal cuando los contrató?

Alicia, eso es lo que tenemos, es el techo que me pusieron; bachilleres contables, no más...

Ni en esos años en la publicidad, trabajo satánico como el que más, tuve tantos deseos de tomar la cabeza de alguien y estrellarla contra la pared. Me descubrí apretando los puños en frente de Zaira, una chica con la carita como la de mi sobrina la menor, que a su vez ya lloraba por un lío con un señor al que le había llegado mal su pedido. Y carita de niña y todo, la satisfacción que me hubiera dado despedirla, al menos... Conseguir que dejara de llorar e hiciera algo útil una vez en su vida.

Tengo que volver. No van a verme así. A Zaira diré que la reubiquen donde sea, no me interesa en mi departamento. La reunión, ¿era a las cuatro, o las cuatro y media?

lunes, noviembre 20, 2006

exequias

Ya casi no faltaba nada. Más que don Mario apareciera con la plata para terminar de pagar lo de la sala. Los invitados ya se estaban poniendo nerviosos. Hacía rato que esperaban poder salir. Y cada hora aumentaba el costo. ¿Dónde estaba don Mario?

Los sobrinos miraban el techo, miraban las flores, miraban el suelo, todo menos mirarse entre ellos o a otros, porque evidentemente, se esperaba que fueran ellos los que se pronunciaran. No el viejo don Mario, que quién sabe qué mecanismos tendría que emplear para conseguir el dinero y terminar de pagar el alquiler de aquel espacio. La alimentación de la gente la había cubierto él. Las flores y la música las había pagado él. (Los sobrinos se habían quejado que el mariachi había sido de muy mal gusto). Solo faltaba que el resto de la ceremonia lo terminara pagando don Mario.

Las tías, que permanecían sentadas juntas, afanándose una a una las flores de los arreglos y escondiéndolas en sus bolsos con aroma a alcanfor, miraban en derredor con desconfianza, y murmuraban lo sospechoso que era que un amigo se preocupara tanto por otro, después de tantos años. Que don Mario siempre les había parecido un poco raro. Más que un poco. Rarísimo. No era posible. Que se interesara en esos detalles cuando ya era tan viejo que no le quedaba más que pensar en símismo. O al menos eso decían las tías, no tan viejas pero muy pendientes cada cual de sus propios asuntos. Lo que era, sin embargo, extraño, es que a ninguna de ellas le pareciera fuera de sitio que alguien que no fuera de la familia estuviera haciendo el gasto, mientras que la sangre joven rondaba en torno a la puerta, con las llaves en la mano, lista para irse a la primera señal de que podían hacerlo.

Solo faltaba don Mario.

Pero don Mario no apareció. Y dieron las doce, y el administrador se acercó a intentar llamar la atención de alguno de los sobrinos. Y dieron las tres, y los menos disimulados se despidieron. Y dieron las cinco, y los nervios de la familia ya no podían más, ¿dónde estaba ese viejo irresponsable?

Veinte antes de las siete, los de la Junta vinieron a decir que, a menos que cancelaran todo y un extra, la sala tenía que ser desocupada para alojar otro funeral. Las tías se morían de vergüenza. Los sobrinos, discutiendo cuánto le tocaba a cada uno, empezaron sudar frío. Cuatro muchachos de camisa blanca y corbatas azules fueron a desmontar el féretro.

Alguien notó que estaba ligero, el muertito.





En el cementerio general, don Mario observaba mientras terminaban de pintar las letras y la fecha en la lápida. Empezaba a soplar el viento, y el pelo que llevaba un poco largo le hizo cosquillas en la cara, y se acordó de algo, y rió un poco.

(En realidad, diremos que pensó, que nunca le había dado la dirección de la bóveda a los sobrinos.)

lunes, noviembre 13, 2006

Freda

La señora Tai saca siempre a pasear a su Freda, con correa puesta. Los Muchachos de la Esquina la miran con ansias, no a la señora, sino a Freda, que se pavonea ignorante de la naturaleza de los los pensamientos que despierta.

Es capricho de la señora Tai el salir con Freda todas las mañanas, y exhibirla ante vitrinas, ventanas, puertas y contenedores de basura, y ofenderse ante los comentarios de los vecinos que le preguntan: ¿cuánto por la gallinita?

Freda no sabe porqué es tan apreciada, pero de algún modo lo percibe. Sabe que la cuidan, sabe que le despluman las alas cada quincena, sabe que no puede comer semillas que no le sean ofrecidas por su dueña. Siente que la miran, y a su vez juega a no mirar nada, ni siquiera a Marcuccio, el perro de la sastrería que la escruta pero no le ladra. No es una gallina curiosa, si los ojos están a los lados es una cuestión puramente práctica. Los lleva entrecerrados en actitud lánguida.

Mientras tanto, los Muchachos de la Esquina lanzan apuestas, urden planes y ofertan premios al que consiga robársela.

No es misterio para nadie que, cuando la señora Tai entra a la farmacia, debe dejar a Freda atada a la puertita, porque el boticario le prohíbe entrarla. La señora Tai compra con un ojo en el mostrador y otro en la puerta, y Freda finge no notarla.

Los Muchachos de la Esquina ya han inventado una veintena de formas de guisarla.


Freda gorda, Freda alada, Freda blanca.


Pero ese día, que llega el camión verde verde, y los Muchachos se desbandan, y el boticario corre, y todos muestran documentos, y la señora Tai sale a la calle sin fijarse en nada, Freda se queda sola, y parpadea extrañada de que nadie esté ahí para mirarla. Luego, se calma.

Un papeleo, tres arrestos, y siete llantos después, la señora Tai llama a su Freda en vano. Los Muchachos cruzan los dedos, cruzan la calle, cruzan la cuadra, cruzan por nada.



(Marcuccio no sabe guisar, pero eso no importa. Freda gorda, Freda Freda, Freda blanca.)

lunes, noviembre 06, 2006

coincidencias

A Veruca Triana no le gustan los viajes largos. Sabe que tendrá que aguantar seis o siete horas en aquel bus, al lado de un completo desconocido, quizá una de esas personas que se duermen enseguida y terminan apoyándose en su hombro. Cuán desagradable.

Llega temprano, cuando el bus está vacío, para asegurarse un asiento que le parezca menos incómodo. No le gusta ir junto a la ventanilla, la marea mirar por la ventana y se siente atrapada si hay alguien entre ella y el pasillo. Deja sus cosas y vuelve a bajar del bus. Cuando regresa, hay alguien ya ubicado en el asiento al lado del suyo. Es una jovencita, le parece. Tendrá la edad de sus hijos. O menos. ¿Qué hace ahí sola?

No está sola, o al menos no tanto. Dos chicas le hacen señas al otro lado del pasillo. Le dan una botella de agua y le piden algo. Ella se niega y mira por la ventana. Veruca Triana no la culpa, se siente bastante mal estar en medio de la conversación. Espera que la chica no quiera hablar. No soporta a los extraños que empiezan a hablarte como si te conocieran.

La chica no habla. Se muerde las uñas y apoya la cabeza en la ventana. Tampoco se duerme. Lleva en las rodillas su mochila y un paquete de dulces. A Virginia también le gusta comer así, dulces, como a una niña pequeña. Pero Virginia es bastante más alta y delgada que esta muchacha. Y tiene el rostro más duro.

- Yo casi no voy a pasar en la casa, así que avisa cuando vayas a regresar.

Esas fueron las últimas palabras de su hija. No le ha avisado nada, por supuesto. Se pregunta dónde podrá estar. Pero de ahí no pasa, un interrogatorio a Virginia es la cosa más estéril.

La chica tiene unos brazos redondos, de piel lisa. Veruca mira sus propios brazos, delgados y llenos de pecas, y su propia piel le parece de repente tan frágil. Nunca hubiera utilizado esa palabra para hablar de sí misma. Se está volviendo frágil. Y neurótica. Virginia será un día como ella, probablemente. Una mujer mayor, hostil, desconfiada.

En el asiento de adelante al de la chica se apoyan dos manos diminutas, y luego aparece la cabeza de un niño. Veruca mira al nene, que le saca la lengua. La chica mira al niño, pero no le sonríe. El niño le sostiene la mirada. La chica abre el paquete y saca unas galletas que ofrece al niño, solo con un movimiento de cabeza. El niño asiente y toma las galletas. La mamá del niño, una mujer joven, aparece también y le indica a su hijo que diga gracias. Le sonríe a la chica, y entonces esta sonríe de vuelta. De improviso, se gira hacia Veruca y le presenta las galletas. A Veruca le sienta como si, mientras viera una película, los actores se volvieran para dirigirse a ella. Toma las galletas por inercia y recién cuando la chica ha vuelto a su ventana, con los restos de la sonrisa como olvidados en la cara, se acuerda de decir gracias.

Ahora que la ha visto a los ojos, Veruca Triana calcula que la chica debe tener la misma edad de Virginia. Solo que esta nena se vuelve y le sonríe, como la flaca nunca ha hecho en su vida. Su hija solo le sonríe a la cámara.

Veruca Triana se siente extraña, se palpa la cara y se da cuenta que está llorando, y se mira las manos mojadas como si fuera de sangre. Aunque la chica no está mirando, Veruca vuelve la cara hacia el pasillo para esconder las lágrimas.