Dedicado a todos los jefazos que he tenido, en agradecimiento a todos estos años de observación científica que me han proporcionado.
Sus ocho brazos no le están sirviendo de nada. Son fuertes, sí. Están recubiertos de gruesas y protectoras escamas. Pero son tan cortos que resultan inútiles. Con ser ocho y todo. Núnak se queda quietecito un rato, pensando en los potenciales culpables. El viento, que se cola por las múltiples y estrechas entradas a su madriguera. La humedad, que quién sabe cómo se escurre por las paredes. Las ratas, que sin duda le haan dejado buena parte de sus pulgas. ¿Y de quién ha sido la idea de permitirle libre paso a las pequeñas ratas? De él mismo. Después de todo, son buenas informantes. No, Núnak no puede culpar a nadie más. Y los brazos, los benditos ocho brazos capaces de atrapar casi cualquier cosa y aplastarla sin mucho esfuerzo, ahora son inútiles.
Se arrastra un poco, irritable y dispuesto a descargar su enojo sobre el primero que aparezca. Pero el caso es que nadie aparece. Nadie es tan tonto, obviamente. Ojalá alguien se atreviera: lo sujetaría del pescuezo o lo que sea que tuviera bajo la cabeza, y apretaría hasta que...
No no no, detente un momento.
Si alguien viniera, ¿podría convencerlo de que lo ayude? Núnak casi ríe apenas formulada la idea. Se imagina a alguno de los pequeñajos que ocasionalmente le sirven de presa, acercándose a él voluntariamente, bajo la promesa de no hacerles daño. No es que piense cumplirla, pero algo de tranquilidad hay que proporcionarles.
Ahora, ¿cuánto habrá que esperar? Unos minutos, horas quizá. ¡No va a pasarse todo el día en la misma situación! De solo pensarlo, Núnak suelta un rugido que reverbera en las paredes de la cueva, y algo como el chillido de un murciélago asustado suena al fondo.
Mala idea ponerse así cuando se está tratando de atraer a la concurrencia. Está visto que nunca va a hacerse legendario por su encanto.
Vamos, vamos, que venga alguien, que venga...
Retuerce los brazos en un último esfuerzo desesperado, pero nada. El siguiente rugido no tarda mucho en llegar. ¡De qué vale ser tan poderoso y temido si no puede ni siquiera...!
Espera, un ruido.
Si bien a Núnak le falta elasticidad, no carece de oído.
Puede escuchar hasta a los aborrecibles pájaros que cantan allá afuera, lejos, muy lejos de su cueva; a los sucios insectos arrastrándose sobre las hojas y a las horrendas mariposas batiendo sus alas casi intangibles. Y algo más. Una respiración rápida y ligera, muy ligera. Un ratón.
Sí, en efecto, allí, en un rincón oscuro, un pequeño ratón que se ha quedado a dormir la siesta trata de pasar desapercibido. Mala suerte. Núnak calcula qué tono usar para tranquilizarlo. Y se sorprende a sí mismo cuando en vez de sus gruñidos habituales logra algo tan suave que parece venir de una garganta ajena.
Acércate, le dice. Por favor. No irás a ser malo y dejarme en este trance, ¿verdad?
Y la criaturita parece hipnotizada, o quizá es que no puede creer que este que le habla tan dulcemente sea el mismo terrible Núnak de siempre. Con sedosas palabras, le está explicando que necesita su ayuda. Que si accede, tendrá su amistad eterna. La amistad de el poderoso, el inamovible.
Pero entonces, una pequeña risa de victoria anticipada, un destello en los ojos le arruina a Núnak su momento dramático, y el ratón, como si se hubiera roto la burbuja que lo retenía, decide que tal vez sea el momento de una huida rápida. Mientras que Núnak, que no en vano tiene fama de predador, se retuerce dividido entre el padecimiento y la furia. ¡Maldito ratón! ¡Y maldita su impaciencia! ¿Cómo, cuándo, dónde va a conseguir ahora alguien que quiera ayudarlo?
Y lo peor es que el muy miserable se ha escapado tan campante. Ahora, apenas se le pase el pánico, de seguro irá a contar a cuanto bicho encuentre que a él, al gran Núnak, no le alcanzan los brazos ni para rascarse su propia espalda.
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