lunes, septiembre 19, 2005

filtros

Despertarte sin saber dónde estás. Me preguntan qué es lo más horrible que he sentido, me hago la pensativa para no contestar, pero creo que debe ser eso. Solo ha pasado un par de veces. A mi padre le pasa más seguido. Dice que no sabe qué lugar es ese, porqué está allí, y le cuesta un par de segundos acordarse de que él es él y que alguna razón debe haber para estar allí. Le da pánico. Yo no lo entendía cuando trataba de explicarlo.

La primera vez que me desperté en el lugar donde duermo y parasito en la actualidad, no supe qué hacer. Antes dormía en un cuarto con ventana que daba al patio, si alguna claridad entraba era de la luna. Ahora no hay ventana, y la oscuridad es distinta, tiene tintes anaranjados de la lámpara de la calle. Totalmente desagradable. La sensación, digo. Bueno, la luz de la lámpara también. Creo que ya me he acostumbrado.

Pero la primera primera fue cuando me dormí en una furgoneta, fuera del aeropuerto, una de mis tías se iba, se armó no se qué lío con la línea, y un montón de pasajeros se quedaron sin viajar, y todo era reclamos. Yo, que no tenía nada qué ver en el asunto, pensé en echar un sueñito. Cuando me desperté me llevé uno de los peores sustos de mi vida, no reconocí el aeropuerto ni nada, me moría de frío, el carro no me era conocido, y peor el hombre que dormía en el asiento del chofer (o séase mi tío político).

Hoy, antes de despertar supe quién era, dónde estaba, y por qué. También supe que debía salir sin demora, que tenía que contarlo. Antes de abrir los ojos lloré, porque supe, además, que no tardaría en olvidarlo.

viernes, septiembre 16, 2005

broma pesada

Voy en el bus, y al minuto se sienta al lado mío un señor que me mira y me sonríe. No sé por qué estúpido reflejo le sonrío de vuelta. Parece conocerme. Luego se me ocurre que puede estar fingiendo, ¡claro que puede estar fingiendo! Eso me pasa por ir en la séptima luna de Júpiter.

Y de repente, me dice hola y pregunta por mi tía Ruth, que hace ya varios años que no vive aquí. Se lo digo, ¿por qué se lo digo? ¿Quién es este hombre? Su cara me resulta vagamente familiar, ¿es alguno de los empleados del colegio? El uniforme es parecido... Pero no, le falta el escudo en el bolsillo de la camisa.

Parece sorprendido de que hayan pasado años desde la última vez que la vio. Me cuenta que de jóvenes eran muy amigos, que iban a todas las fiestas juntos. Me pregunta si se fue con toda la familia, si tuvo hijos. Le digo que sí, que tiene hijas más grandes que yo. Ah, dice. Comenta que la última vez que la vio fue en el funeral de mi abuela, ¿hace siete años? Once, le corrijo, ya sin sonreír.

Me pregunta si nací en la casa de mi abuelo, o cuando ya mis padres vivían solos, o en la finca. Esto no me está gustando, pero sigo con naturalidad, le digo que mis padres vivieron solos desde que se casaron, que yo sepa. Ah, sonríe. Claro. ¿Tu abuelo todavía vive? Ha de estar muy viejo. Sí, ya tiene casi noventa años. Pero ve, camina y oye bien.

Ya me quedo, anuncia, y relajo toda la tensión que no sabía que tenía en los hombros. ¿Te llama tu tía? Si te llama, dale mis saludos. De acuerdo. Se pone de pie y de repente como que se decide. De tu padre, me acuerdo poco. ¿Cómo está tu padre?

Ya sabía yo que esa cara me era familiar. Me quedo pasmada de su osadía y no puedo contestar, y se da cuenta, me hace de la mano y lo veo alejarse.

viernes, septiembre 02, 2005

masoca

Hace frío. Tengo los vellos de los brazos erizados, pobres frágiles ingenuos como todo el que quiere protegerme. Las uñas se me ponen violeta, a estas alturas ya deberían haber aprendido a ponerse de algún otro color. Están un poco largas, podría esperar a llegar a la casa y cortármelas, o podría arrancármelas con los dientes, el resultado no va a variar. Empiezo con la de uno de los meñiques, en un minuto está fuera, uñas débiles, dice mi abuelo, esa mujer no sirve para nada. Pero aún queda algo, cerca del borde, con cuidado, y ya está, me he hecho sangrar. No lastima tanto como si otro me estuviera haciendo daño. Continúo y de verdad que no duele tanto, no me resisto, no hay rencores, me tengo confianza. He causado mis peores heridas. Y no me odio. Será que uno ensaya el perdón consigo mismo. Ahora miro la sangre, mi sangre, y el dolor es casi cómico, lo veo extenderse por mi dedo, el dolor me dice estás viva, ¿será que este también me engaña?

No encuentro nada con qué limpiarme, me llevo el dedo a la boca y allí se queda, tibio, acusador y latente. Empiezo a reprenderme por bruta, ¿qué necesidad había de hacer esto? Pero tengo el recuerdo de tantas veces, e intuyo tantas más, que la voz se ahoga y pronto me olvido, hasta que alguien llega y me dice ¿qué te has hecho? Y yo sonrío, nada, le digo, es que no me di cuenta.