lunes, junio 11, 2007

Adam

I didn’t know where to go to. Behind me, the door was tight shut. Before me, the street was dimly lit and empty. But there was fresh air, and a sense of being the perfect time, and the perfect place to be that night.

My skin was new and cracking with emotion. My eyes were bright, and eager to see beyond my steps. My mouth was getting watery from expectation. Life was enveloping me, and blindfolding me, and it was all I could do to keep me from shouting in joy.

The sea was calling my old name, and I knew when it had been given to me, and why I had lost it.

The syllables dropped themselves on my tongue, and rose in the night sky like a hot bird. The leaves were dying me green.

The world was old, but my hands had not started making it yet. There was no form without me. But as I walked on, my feet drew valleys on the land; my knees sired hills and towers.


I was alive. And the whole world came to me as one.

jueves, junio 07, 2007

Mis condolencias

No podía escribir. Apagué la máquina y guardé mis cosas para salir. Era inútil. Llevaba toda la mañana en el escritorio, pretendiendo que en cualquier momento las cosas podían resultar. Había visto en una película que si uno le coge el ritmo a la escritura, así sea repitiendo palabras de otro, de repente, la historia fluye. Pero aunque esto resulte ser cierto con otras personas, en mi caso no estaba funcionando.

Salí. Tenía que hacer unos pagos. Tenía que ir a un velorio. Tenía que comer. Ninguna de esas cosas las iba a conseguir quedándome en casa, y tampoco estaba escribiendo nada, así que no valía la pena posponerlas. Desperdicié cuarenta y siete minutos haciendo fila, para un trámite absolutamente ridículo que, me fijaba, bien podía haber hecho el lunes. Pero lo hice. Traté de consolarme pensando que era tiempo ahorrado en la oficina.

Recién cuando el taxi se iba acercando a mi siguiente destino, las salas de velación, caí en cuenta de que no tenía cambio para pagar al taxista, y de que me había puesto una camiseta rosada. Para un velorio. ¿En qué cabeza? Ahora tendría que fingir que no me mortificaba poner al conductor a buscar la manera de cobrar su cuenta de un billete grande (siempre he odiado incomodar a los demás), y encima iba a aparecerme en el velorio de la abuela de una amiga en la ropa de todos los días. No había pensado en eso.

Pensé en Raquel, que va a donde quiere como le da la gana, y nunca se siente mal por eso. Que fue al propio entierro de su padre en jeans y camiseta, lo primero que encontró… Lo importante era estar donde quieres, dice ella, cuando trata de quitarme esas ideas sobre lo que es apropiado y lo que no.

Pagué sin mirar a la cara al chofer, que se demoró en darme el cambio pero no me dijo nada. Busqué la sala correcta, un punto rosado en un mar de negros, blancos y beiges, y entré.

Casi no había nadie. Mi amiga no estaba, y a su familia no la conocía. En realidad somos compañeras de oficina, y nos conocemos relativamente poco. Pero es muy expresiva, siempre quiere saber cosas de ti e invitarte a salir, y como nadie más de la oficina vendría, simplemente pensé… A veces tengo ese tipo de ideas extrañas, de quedarme a arreglar los desperfectos que dejan los otros, como una especie de disculpa individual por el comportamiento colectivo, y me arrepiento cuando me doy cuenta que pude haber zafado, como todos los demás. Así soy.

Me senté al final de la sala, en una de esas bancas que tienen múltiples usos, como arrodillarse, puede ser, y guardar los libros de oraciones. Como en las iglesias. Me quedé un momento con las manos cruzadas, en silencio. No deseaba acercarme a la difunta. Eso es para los familiares. Quería que mi amiga llegara, y me reprochaba por no haberla llamado antes de ir. Ahora no podía hacerlo, empezar una conversación telefónica en ese silencio, no estaba bien.

Cinco, diez, quince. Debía hacer algo. Sacar los audífonos era irrespetuoso. Ponerme a dibujar, hubiese sido demasiado vistoso. ¿Escribir?

Busqué el cuaderno y un lápiz. Y empecé. Y encontré ayuda en las pocas caras silenciosas de la sala, y en la dureza del asiento, y en la agonía de las flores que se estaban muriendo para acompañar a la dama del cajón, y en el piso frío y las paredes sin adornos. De repente ya no los necesité más y me quedé sola, sola, hasta que levanté la mirada del cuaderno, buscando un poco de aire.

Ya no estaba sola. Había mucha más gente, y sus rezos me aterraron, como quien se duerme y se despierta para encontrar que una inmensa colmena ha anidado alrededor de su cama.

Mi amiga estaba de pie, junto al féretro. Me acerqué. Le di mis condolencias. Me fui casi con pesar, con la sensación de que todas aquellas personas me habían quitado algo. Mi espacio.





Cuatro días más. Y no pude volver a escribir una palabra. En todo ese tiempo, una idea se paseaba por enfrente de mí, me sacaba la lengua y volvía a desvanecerse. Debía volver. No iba a encontrar en ninguna parte esa epifanía, esa aura.

No le haría daño a nadie. Me sentaría nada más en las horas en que hay pocas visitas, y mientras tanto le estaría haciendo compañía al difunto. Pero, ¿un muerto desconocido? ¿Y si me descubrían? ¿Y si alguien me preguntaba qué estaba haciendo allí? ¿Qué excusa iba a poner?

Necesitaba volver, esa era la cuestión, y por eso, cuando al siguiente viernes me avisaron por la noche que la tía de alguien había fallecido, sentí que me despegaba unos centímetros del suelo. ¡Hela allí! La oportunidad que había estado esperando, y venía sola, sin necesidad de inventarme nada, una coartada perfecta.

El sábado estuve allí más temprano que la vez anterior. Dieciséis hermosas páginas. Hay quienes tienen esto de escribir fluido como sea y donde sea, y lamentan continuamente la ausencia de un soporte. Yo no. Tengo que entrar en ambiente. Y había encontrado el mío.

Empecé a fijarme en los obituarios. Quizá gente conocida, o parientes de gente conocida, estaba muriéndose en mi misma ciudad, y escapándose de mi recién descubierta afición. Y es cierto que, basta con que una cosa cobre especial significado para ti, para que acabes viéndola en todas partes. Antes, yo hubiera dicho que en mi entorno la gente se moría cada lustro. Ahora, siempre se estaban muriendo los tíos de alguien. Personas a veces sin más importancia en mi vida que un hola ocasional, es cierto. Pero conocidos. Tenía perfecta justificación que pasara a saludarlos, aunque a algunos, es verdad, no los viera: llegaba yo tan temprano.

No me di cuenta de cuánto dependía yo de mi funeral de los sábados hasta el día en que no encontré excusa para salir de mi casa el sábado por la mañana. Tuve que replantearme el escoger un difunto al azar.

Lo intenté.

Fue un desastre. Yo sabía que no conocía a nadie. Sabía que alguien podía acercárseme en cualquier momento a preguntarme quién era yo. Me hacía falta la ligera seguridad de poder decir, soy amiga de fulana, ¿sabrá usted a qué hora llega?, la estoy esperando.

Salí corriendo de las dos salas en que traté. Y comencé a decaer. No podía escribir nada, otra vez, y me había acostumbrado a mi ejercicio de fines de semana, y a ver luego todo en creciente montón, y en pensar a quién podría mostrárselo. Me encontré deseando que se muriera alguien, quien fuera, con tal de que existiera algún esmirriado alambre que lo ligara de una manera u otra a mí. Y de preferencia, que fuera en fin de semana.

Esa semana, cuando nuestro jefe tuvo un ataque cardiaco en plena oficina, creí que era el momento adecuado para asustarme.

Pasé toda la mañana de un jueves, demasiado rodeada de caras familiares, escribiendo a escondidas, interrumpiéndome cada vez que se me acercaba alguien conocido. Entonces entendí que, aunque la inspiración aparecía igual en esos momentos, no me convenía que gente muy cercana o muy popular se muriera. Podrían descubrirme. Me había convertido en una dependiente de casos de defunción selectos. Había encontrado un perfil. No podía perderlo. Y de repente, di con la solución.

Me doy cuenta, en el fondo, en alguna esquina sin luz ni limpieza frecuente, de que algo no está bien en mi forma de operar. Pero todo lo demás es tan importante, que pronto ahoga ese pensamiento. Cómo lograr que mis condiciones se cumplan, es mi objetivo. No muy conocidos, no desconocidos. La conclusión, por extraña que parezca, es simple. Necesito hacer más amigos.